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Fernando R. de la Flor: Era melancólica.
Figuras del imaginario barroco
.


Nuestro esplendoroso Siglo de Oro ve germinar en los pliegues del Barroco la semilla de la melancolía. Más allá de un desequilibrio humoral que da la condición del genio, la patria de los ensimismados o la risa del nihilista, más allá de una retórica intransigente que explora la profundidad, las pasiones, el silencio, el fulgor y la meditación de la muerte, aquella melancolía barroca se leerá aquí como categoría cancelada, imposible de recuperar en un presente que, desde esa carencia, nos revela el resto de sus limitaciones.

Fernando R. de la Flor, catedrático de literatura española de la Universidad de Salamanca, ha elaborado la aproximación al Barroco hispánico más compleja y sugerente de los últimos años. Ahora enfoca el cuadro con la luz negra de la melancolía. Apoyándose en un concepto que, desde Aristóteles, se utiliza para describir a las personas y los personajes de genio individual —y su iconografía—, el autor disecciona con el discurso apasionado que le caracteriza toda una época brillantísima. Cruza sus páginas una precisa idea de la melancolía en nuestro siglo XVII, hija del desengaño y de un horizonte colapsado. Aquellos espíritus volcados en el lenguaje y estancados a la vez en la inhibición del mundo nos legaron textos e imágenes cuya estética hoy nos fascina pero cuya ética, ya esencialmente incapaces de compartirla, nos incomoda: quizá nunca podamos volver a ver al ángel sabio y grave de la acedia sin ahuyentarlo de un papirotazo.

Ofrecemos como muestra una sección del segundo capítulo del libro.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Capítulo II: Mundo breve.
[12. «Sabor muy acedo y acerbo»]

«¿Qué me queréis, perpetuas saudades?»
Luis de Camões


Entre 1585 y 1672 se editan los grandes textos que en España despliegan un saber sobre lo que pronto pasa por ser la enfermedad de la época: la tristeza, la cual adviene a los mejores hombres, a los dotados ingenios, a riesgo de hacerles caer en la atonía, en la pereza culpable, en el escrúpulo torturante; finalmente: en la desesperación de lo baldío (aquello que, en definitiva, tanto teme un Quevedo). Pero se trata de una tristeza que ocupa también la dimensión imaginaria de la propia nación, convertida de modo abrupto en un imperio que se vacía de la propia voluntad de pujanza, y que, por lo tanto, se convierte en república de hombres abstraídos —«de hombres encantados»— que revuelven furiosamente sus pensamientos, mientras las utopías de la conservación y el incremento se disuelven en el horizonte de la nada.

La sintomatología del individuo es entonces, para los analistas y críticos de la época, del todo homologable a la de la nación, que se concentra por aquel tiempo reflexivamente sobre el mapa de lo que son sus pérdidas. Se abre el tiempo del «menosprecio del mundo» (fray Luis de Granada: 1599) y, en realidad de la consideración acerca de «la vanidad de ese mismo mundo» (Diego de Estella: 1582). La nación enferma es, a todos los efectos, un tejido, un organismo, un «cuerpo biopolítico melancólico». Los sujetos son metáforas y «figura» de ese propio «organismo enfermo» de la nación española. Como lo es entre todos los posibles aquel caballero, precisamente de la triste figura, que cabalga por un espacio vuelto desolado, prosaico, hostil al ideal y al ensueño.

Así, también, y como preludiando la silueta final que compondrá el ideal clásico del melancólico hispano cuajado en el Quijote, otro caballero, éste «llamado Antonio, lleno de temor y tristeza se quexa a Ioanicio, médico», ello en el Diálogo de la Melancholía, de Pedro Mercado*, que inaugura, junto con el Libro de la melancolía  de Andrés Velásquez*, el espacio del análisis de las causas y (escasos) remedios para este síntoma verdaderamente epocal, si juzgamos la vasta cantidad de ingenios aplicados por entonces a resolver los enigmas conceptuales en que se precipitan las figuras de la tristitia.

Este mal acrecienta su incidencia en el imaginario, cuando el desenvolvimiento de las energías potenciales de la nación se ve súbitamente colapsado. La enfermedad del siglo es, en sí misma considerada, nada más que el síntoma de la retracción experimentada por unas fuerzas materiales, hasta entonces desplegadas por el universo mundo. Se trata del descontento, y de los descontentos que pueblan las novelas morales del período.

El «discontento» ocupa, «oculto y disimulado», como escribe Mateo Alemán, el fondo de la realidad de las cosas, sólo aparentemente brillantes y ofrecidas al hombre como objeto de su deseo. Es el trabajo de los dioses, de Júpiter en concreto, hacer pasar el amargor y el trágala del mundo encubierto en una dulzura y ofrecimiento engañoso. Cuando el hombre regresa de la fiesta mundana, entonces:

No es posible que no te halles cansado, polvoroso, sudado, ahíto, resfriado, enfadado, melancólico, doloroso, y por ventura descalabrado o muerto. Que en los mayores placeres acontecen mayores desgracias y suelen ser vísperas de lágrimas.*

En este «malcontento», que se hace acompañar del sarcasmo y de la retórica de la degradación objetual, cuaja una figura literaria de fuerte presencia en el espacio de la novela picaresca y costumbrista hispana,* por lo demás siempre atenta a construir los caminos por donde ha de discurrir la crítica de lo social, y el ataque a la complacencia que en sí misma muestra siempre la ortodoxia.

Manifestación, aquél gran género novelesco, del áspero desdén y de un pesimismo sin cauterio posible, que es  esencialmente español, y que hace crisis en el Guzmán, protohombre «de mal humor», para distinguirse de aquellos críticos, los cuales, ya dentro del espacio de las Luces, y en tanto censores de la vida del Antiguo Régimen, se declararán a sí mismos como hombres, esta vez,  «de buen humor», quienes han decidido adoptar la risa y el desenfado como estrategia de combate frente al desorden que muestra el espacio social. Así se oponen frontalmente  la tristeza barroca a la risa ilustrada,* una vez que la primera ha disuelto la fase también optimista del primer Renacimiento. Y así podemos encontrar en el fondo de la tristeza barroca, si no el hecho cierto de la risa, sí la verdad reveladora de la irrisión de los valores, y el vuelco de las axiologías humanistas, procurando el primer destronamiento histórico del sistema de legitimidades y confianzas en que aquél se basa.* El malcontentadizo —por ejemplo el de Salas Barbadillo, de 1622— es el prototipo de sujeto en crisis con su entorno.*

Se trata, en todo caso, también, allá donde se ausculte la presencia de estos efectos a los que el siglo se libra, del inicio de un período de «desarme libidinal», de pérdida del deseo de una acción en el mundo; algo que los tratados de ascética refrendarán ofreciendo, incluso, una tecnología anímica depurada que opere el repliegue deseado del hombre con respecto a lo que es el teatro operativo de su condición y de su venir a ser lo que es, permaneciendo paralizado el sujeto no orientado hacia el progreso en lo que Kant caracterizó como la «autoculpable minoría de edad» del hombre histórico.

 

 

 

Medio Maravedí es una coedición de
la Universitat de les Illes Balears
y José J. de Olañeta, Editor.

 

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